Los crucifijos y Juan Manuel de Prada

Según Juan Manuel de Prada, sobre la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que ordena la retirada de los crucifijos de las aulas, “detrás de esa retirada está el suicidio de Occidente”. Claro, quitamos un símbolo religioso particular de un espacio público y nos estamos suicidando.

Ha sido “victoria de la más feroz de las tiranías, que no es otra que aquélla que despoja a los seres humanos de su capacidad de discernimiento moral”. ¿Así que los seres humanos tienen capacidad de discernimiento moral sólo si los crucifijos permanecen en las aulas públicas?

Al parecer se trata de un “expolio de lo que es constitutivamente humano”: efectivamente, la fe religiosa es muy humana; pero eso no la hace verdadera ni útil (esto último dependerá de sus contenidos). Además a nadie le están expoliando nada, por muy tremendos que se pongan.

La nueva tiranía no actúa reprimiendo la conciencia moral, sino desembridándola, de tal modo que sus sometidos dejan de regir su conducta por la capacidad de discernimiento, dejan de ser propiamente humanos, para guiarse únicamente por la satisfacción de sus intereses y caprichos. Y la nueva tiranía, ataviada con los bellos ropajes de la libertad, otorga a esos intereses el estatuto jurídico de «derechos», sin importarle que sean intereses egoístas o criminales; porque en la protección de tales intereses la nueva tiranía ha encontrado el modo de mantener a sus sometidos satisfechos. Ya no son hombres, sino bestias satisfechas, porque han extraviado la capacidad para discernir lo que es justo y lo que es injusto; pero las bestias satisfechas en sus intereses y caprichos egoístas o criminales, además de adorarse a sí mismas, adoran a quien les permite vivir sin conciencia, pues si alguien les devolviera la capacidad de discernimiento la vida -su vida infrahumana- se les tornaría insoportable.

Claro, sólo la fe religiosa puede “embridar” la capacidad de discernimiento moral. Los agnósticos y los ateos son peligrosos inmorales capaces de cualquier crimen, impropiamente humanos que sólo quieren cumplir sus caprichos sin obedecer a las órdenes del más allá, bestias infrahumanas satisfechas sin discernimiento, que después de dejar de adorar a las divinidades no han decidido no adorar nada ni nadie sino mirarse mucho el ombligo.

Y ésa es la razón por la que la nueva tiranía ordena la retirada de los crucifijos: constituyen un recordatorio lacerante de que hemos dejado de ser propiamente humanos. Nos recuerdan que nuestra naturaleza caída fue abrazada, acogida, redimida, perdonada por aquel Cristo que murió colgado de un madero. Pero la noción de redención, como la de perdón, exigen una previa capacidad de discernimiento moral; exigen un juicio sobre la naturaleza de nuestros actos. Y cuando alguien se niega a juzgar sus actos, por considerar que están respaldados por una libertad omnímoda, la presencia de un crucifijo se torna lesiva, agónica y culpabilizadora. Y lo que la nueva tiranía nos promete es que podemos vivir sin ser redimidos ni perdonados, que podemos vivir sin culpa ni agonía; esto es, sin lucha con nuestra propia conciencia, por la sencilla razón de que hemos sido exonerados de tan gravosa carga. La nueva tiranía nos promete que todo lo que nuestra naturaleza caída apetezca o ansíe será de inmediato garantizado, protegido, consagrado jurídicamente; lo mismo da que sean meros caprichos de chiquilín emberrinchado que crímenes infrahumanos como el aborto. Frente a esta promesa de libertad omnímoda, el crucifijo aparece entonces a los ojos de esos hombres convertidos en bestias como una oprobiosa cadena: les recuerda que han renunciado a su verdadera naturaleza; les recuerda que esa naturaleza a la que han renunciado era su posesión más preciosa; les recuerda que Dios mismo entregó su vida por abrazarla. ¡Afrentoso recordatorio!

Nuestra naturaleza caída, esa que no evolucionó desde formas de vida anteriores, sino que fue expulsada de su situación paradisíaca. Porque la moralidad no puede explicarla la ciencia: no existen, por ejemplo, «Moral minds», de Marc Hauser, o «The science of good and evil», de Michael Shermer. Sólo los creyentes de una fe concreta, la católica, apostólica y romana, pueden juzgar correctamente sus propios actos: y los demás no sentirán ni culpa ni agonía.

¡Lo verdaderamente natural es lo sobrenatural!

A Juan Manuel de Prada no le gusta el libro electrónico

Cree que su única ventaja es que «el saber no ocupará lugar». Y pretende saber más que los comerciantes acerca del «factor humano»: “si los libros nos gustan es, precisamente, porque ocupan lugar, porque hacen de nuestra existencia un lugar, porque son el nido en el que se empolla nuestra vida. Si dejasen de ocupar lugar dejarían de interesarnos, pues habrían perdido su condición de «abrigo del espíritu». Porque en los libros que uno ha leído se refugian los hombres que hemos sido; y cuando llega el invierno, cuando la vida nos araña de secretas melancolías, la permanencia sigilosa de los libros nos vincula con el pasado y garantiza nuestro porvenir.”

Confunde el contenido del libro, la historia que cuenta, con su soporte físico, y además proyecta sus respetables preferencias personales sobre todos los demás. Demuestra su confusión comparando un libro con un paisaje:

Con los libros ocurre lo mismo que con los paisajes que habitaron nuestra infancia. Tal vez los senderos que acogieron nuestras huellas se hayan borrado, invadidos por las zarzas y los arbustos, pero basta que volvamos a poner el pie en ellos para que, como por un milagro retrospectivo, recuperemos emociones que creíamos abolidas.

Los paisajes son únicos, de un libro se pueden hacer muchas copias, y no es necesariamente la nuestra de papel la única capaz de emocionarnos. El rigor intelectual brilla por su ausencia en sus líricas descripciones psicológicas: «basta que aspiremos el aroma exhausto de sus páginas, basta que acariciemos su portada, para que vuelva sobre nosotros, con un sabor de ola repetida y sin embargo fresca, la sal que sazonó nuestra juventud, aquel estado de ánimo o clima espiritual que la lectura de aquel libro promovió en nosotros. Entre los libros y el cacharrito de marras que nos pretenden imponer existe, en fin, la misma diferencia elemental que entre la mujer amada y la muñeca hinchable que reproduce al dedillo sus facciones.»

Tal vez Juan Manuel de Prada sabe de una muñeca hinchable que reproduce al dedillo las facciones de su mujer amada. Probablemente es el único.

Juan Manuel de Prada defiende al Papa de los progres

Juan Manuel de Prada es un católico fundamentalista, por lo cual no sorprende su defensa recalcitrante del Papa Benedicto XVI. El problema es que lo hace bastante mal.

Benedicto XVI reclamó una humanización de la sexualidad, que consiste en liberar al hombre de la esclavitud de la promiscuidad, para combatir el mal en sus orígenes; y el Mátrix progre, en lugar de liberar al hombre de la promiscuidad sexual, lo exhorta a entregarse a ella sin recato, regalándole a cambio un condón. Que, una vez usado, deja al hombre a merced de la promiscuidad, o sea, a merced del mal que, según nos asegura, pretende combatir.

¿La esclavitud de la promiscuidad? ¿No será que a algunos mojigatos les molesta que otros más liberados sexualmente tengan relaciones con muchas parejas diferentes? La promiscuidad tal vez no sea sanitariamente recomendable o emocionalmente satisfactoria en muchas circunstancias, pero de ahí a la «esclavitud» hay un abismo.

Los progres pueden ser muy tontos y de moralidad problemática, pero de Prada debería citar a alguno que exhorte a entregarse sin recato a la promiscuidad. Si es que puede.

Son posibles otras defensas del Papa respecto a la problemática del preservativo y el sida más inteligentes y con menos moralina. Por ejemplo la de David Friedman.

De Prada quiere reflexionar «sobre la dificultad insalvable que constituye tratar de afirmar la verdad profunda de las cosas, en una época que ha renunciado a la posibilidad del conocimiento, enfangada en un lodazal en el que sólo triunfan el embrollo y la desintegración de la razón.» Ninguna época ha dispuesto de tanto conocimiento como la actual. El problema es que él entiende como verdad profunda la superstición sobrenatural revelada de la fe religiosa, o sea lo contrario de la razón y el conocimiento del mundo natural realmente existente.

Según el Papa «El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto». Los creyentes más irracionales no parecen capaces de aceptar la posibilidad de una orientación puramente natural.

De Prada remata insistiendo en que al mundo «le falta la luz que viene de lo alto. Es un signo escatológico clarísimo; y aceptando convertirse en diana del escarnio y la calumnia furiosa -en este contexto debemos situar este intento chusco de reprobación de los ignaros-, Benedicto XVI, varón de dolores, está preparando a los cristianos para afrontar la Cruz. Así de duro y así de simple: «Ecce Homo».»

Precioso lo del «varón de dolores». Arrepentíos, que el fin de los tiempos anda cerca.