Mercados voraces, insaciables…

Abel Veiga, profesor de Derecho Mercantil de Icade:

Mercados voraces, insaciables, sin rostro ni regulación estricta. Pero las personas y los ciudadanos están, deberían estarlo, antes que las estructuras y el hambre especulativo (sic) de entes y entelequias que arrodillan a Gobiernos y hunden en la miseria a los ciudadanos a causa del mal gobierno.

Qué bien queda uno, con los demás y consigo mismo, al denunciar entidades abstractas, sin rostro, que no pueden sentirse ofendidas y agredidas, y defender a las personas, a los seres humanos, o sea a ti y a mí. Qué gran maniobra de relaciones públicas, qué baño de multitudes.

Los monstruos nos quieren devorar. Esos mercados voraces e insaciables ¿de qué están hechos?; no será de… no, no puede ser… ¿personas?

El hambre, por cierto, es especulativa, porque es femenina, como el águila.

Lo que no se entiende muy bien es que si se afirma que es el mal gobierno lo que ha causado la miseria, por qué se denuncia a los mercados… ¿O es que los mercados castigan a los ciudadanos porque los gobiernos lo han hecho mal? Pero al menos los ciudadanos eligieron democráticamente a sus gobernantes ¿no?

Al menos no dice que los mercados están desregulados, sólo que no tienen regulación estricta. Vamos avanzando.

La negociación colectiva, desequilibrada, tropieza y se cae

Escribe Laura Pérez Ortiz, profesora de Estructura Económica de la Universidad Autónoma de Madrid, sobre el “Desequilibrio de la negociación colectiva”:

La reforma […] [establece] la prevalencia del convenio empresarial sobre los convenios de carácter sectorial.

Esta actuación se entronca con la tradicional preferencia neoclásica de los convenios de carácter empresarial, a pesar de que la realidad no ha demostrado que sea mejor para los resultados del conjunto de la economía. Es una preferencia que muestra claramente el trasfondo neoclásico de toda la reforma: la idea fundamental de que la actuación individual es siempre mejor que la colectiva y, sobre todo, que únicamente mediante una reducción de costes (especialmente salariales) se puede incrementar el empleo. De la crisis de actividad económica que ha provocado la situación en la que nos encontramos no se dice nada ni se pone ningún remedio para atajarla.

Desgraciadamente no nos ofrece ningún dato o referencia sobre esa presunta falta de demostración de la realidad: tal vez sólo existe en su imaginación. Y no aclara a qué se refiere con ese “mejor” para los resultados del conjunto de la economía: quizás a que crezca el PIB, pero vaya usted a saber.

Sobre que la actuación individual sea o no mejor que la colectiva: ¿mejor para quién?; ¿para los que se asocian para reducir la competencia y así incrementar sus rentas a costa de los demás?; ¿o para esos otros que sufren ese efecto?; ¿la acción colectiva es algo voluntario o se impone de forma coactiva, obligando a todos a participar de la asociación aunque sea en contra de sus preferencias e intereses?

La reducción de costes salariales no es la única medida posible para incrementar el empleo, pero sí es una de ellas, seguramente de las más importantes y las más rápidas: lleva bastante más tiempo y es más difícil crear empresas, hacerlas más competitivas mediante mejor organización y tecnología, o incrementar el capital intelectual de los trabajadores.

De la crisis, sus causas, efectos y posibles remedios, se dice mucho en muchos sitios. Los cambios en las leyes laborales son parte de los remedios para atajar esta crisis: pero probablemente el texto de esas leyes no es el sitio adecuado para hacer discursos sobre la misma.

La limitación de la conocida como ultraactividad (es decir, la prórroga automática del convenio mientras se negocia el siguiente) tiene efectos muy dañinos porque puede provocar un vacío de regulación, especialmente en el caso de las pequeñas empresas sujetas a convenio sectorial y con mayores dificultades para negociar en el ámbito empresarial. De nuevo aparece la idea de señalar a las instituciones como los impedimentos al buen funcionamiento del mercado, en este caso, el laboral.

Pobres pequeñas empresas que no pueden negociar en su propio ámbito y necesitan sabios intervencionistas que los guíen hacia la imposición del convenio sectorial…

Las instituciones estatales, efectivamente, suelen ser impedimentos al buen funcionamiento del mercado: es correcto.

El descrédito que se hace de la negociación colectiva es aplastante. El primer paso es la descentralización (esta prevalencia del convenio empresarial) y el siguiente, la individualización de las relaciones laborales (desaparición del convenio colectivo), donde el desequilibrio de poderes ente ambas partes es más que evidente.

La negociación colectiva se merece el descrédito, y probablemente se quede corto.

Plantearse la individualización de las relaciones laborales es tabú, y cualquier paso en esa dirección es algo muy peligroso, una pendiente resbaladiza hacia el desastre total…

El desequilibrio de poderes entre las partes es evidente, sí: la empresa no puede funcionar sin trabajadores, mientras que cada trabajador podría establecerse por su cuenta; la empresa tiene un capital inmovilizado y unos costes fijos que debe intentar amortizar; el trabajador sabe de lo que es capaz y cuál es su actitud respecto al trabajo productivo, mientras que la empresa debe intentar averiguarlo. La empresa podría escoger entre muchos trabajadores, igual que el trabajador puede escoger entre muchas empresas: si hay más empresas que trabajadores es porque normalmente una empresa emplea muchos trabajadores mientras que un trabajador está en una sola empresa. Las empresas son más grandes y poderosas que cada trabajador individual porque están formadas por muchos accionistas y trabajadores previos y tienen una historia de éxito detrás: sin embargo el tamaño puede hacerlas inertes o difíciles de dirigir eficientemente. El trabajador individual no tiene ataduras con nadie y no necesita coordinarse con otros.

[…] resulta necesario recuperar la razón de ser de la negociación colectiva. Porque no es un impedimento para que las empresas puedan ajustar sus plantillas y modificar las condiciones de trabajo de forma arbitraria. La negociación colectiva es el medio por el que los protagonistas de las relaciones laborales (empleadores y trabajadores) pactan las condiciones de trabajo, cómo quieren que sea esa relación. Y la negociación colectiva es el mejor medio para equilibrar los poderes a la hora de negociar. En juego está la paz social, porque romper la negociación colectiva es romper, precisamente, el equilibrio.

Lo necesario es aquello que no puede ser de otra forma: y la negociación no tiene por qué ser colectiva, que es un impedimento para la flexibilidad de las relaciones laborales y una forma de obtener rentas mediante la restricción coactiva de la competencia.

Hablar en plural de que empleadores y trabajadores (quizás mejor “empleados”) pactan condiciones de trabajo tiene dos posibles interpretaciones: que lo hacen en conjunto como dos colectivos, o que hay muchos empleadores y trabajadores individuales que lo hacen de forma independiente. Para el colectivista sólo existe la primera opción como algo aceptable y deseable.

La paz social está en juego: efectivamente, alguien está realizando una amenaza de guerra.

El valor de un periódico

Afirma Ricardo de Querol sobre el cierre del diario Público (La voz perdida):

Que muera un periódico es una tragedia para nuestra profesión, pero sobre todo lo es para los ciudadanos.

O sea que todos los ciudadanos estamos viviendo una situación trágica: las valoraciones no son subjetivas ni relativas. Nadie se alegra por el cierre de ese diario, a nadie le da igual, nadie sufre pero sólo un poquito.

Ayer no salió Público y su libertad para informarse, la de usted lector habitual u ocasional de este periódico, se ha reducido.

La libertad para informarse de los lectores no ha cambiado absolutamente nada con la desaparición de este diario: se han reducido las alternativas disponibles, pero ninguna ha sido censurada. Mayor libertad no es equivalente a mayor número de opciones disponibles.

Por otro lado tal vez el diario desaparecido no ofrecía información sino que se dedicaba más bien a la desinformación, a la agitación y a la propaganda.

Sobre la crisis del periodismo asegura:

La pregunta es si nos podremos seguir permitiendo algo que nos hace tanta falta.

Es curioso su uso de la primera persona del plural, como si “todos nosotros” (que a saber quiénes somos) fuéramos quienes necesitamos algo y nos lo podemos permitir o no. No hace un análisis individual, en el cual se vería que unos individuos están interesados y otros quizás no tanto.

Tal vez está intentando transmitir de forma engañosa sus propias valoraciones subjetivas sobre el periodismo, haciéndolas pasar como algo que todos necesitamos. ¿Y cuánto lo necesitamos? “Tanto…” Ya, pero ¿comparado con qué?

Dinero, finanzas y economía: (y II) la intervención estatal

Artículo en Instituto Juan de Mariana.

El buen dinero como institución libre es sustituido por el mal dinero impuesto coactivamente por el Estado: es un proceso histórico gradual que va desde el monopolio de la acuñación de monedas de metales preciosos hasta el monopolio de emisión de billetes y monedas sin referencia ni valor real, mediante leyes de curso legal forzoso, la prohibición o desincentivación de alternativas (penalización de la posesión de metales preciosos y de su uso como medios de pago o referencia contractual), y la instauración de bancos centrales oficiales encargados de la gestión del dinero estatal.

Con un dinero oficial ya no son todos y cada uno de los ciudadanos quienes deciden constantemente de forma descentralizada, evolutiva y adaptativa qué es dinero y qué no, sino que unos pocos gobernantes imponen su elección a todos, y además suelen reservarse el derecho a producirlo en exclusiva, normalmente con costes tan bajos que ello les facilita unos ingresos considerables (señoreaje).

Los gestores estatales del dinero pueden prometer que preservarán su poder adquisitivo, pero son incompetentes para ello ya que es una tarea imposible de realizar mediante la planificación centralizada. Además los errores en la estabilización del valor del dinero no son aleatorios: la posibilidad de facilitar la financiación estatal mediante la inflación implica un sesgo sistemático hacia la pérdida de valor del dinero; la independencia de los bancos centrales a menudo no es real. La inflación además suele excusarse, o incluso falazmente justificarse, como una forma de estimular el crecimiento económico, o como un modo de evitar los presuntos graves peligros del abismo de la deflación.

La imposición de formas concretas de dinero puede aprovecharse por los Estados para obtener ingresos: el gobernante impone un dinero sobre cuya producción tiene alguna ventaja competitiva o monopolio; o el monarca recibe monedas buenas, manipula su contenido metálico quedándose con buena parte del mismo, y exige al gastarlas que circulen por su valor nominal o facial.

El Estado también puede aprovechar el intervencionismo monetario para reducir el coste de su endeudamiento (fomentando la compra de deuda estatal, lo que reduce su tipo de interés) o impagar parcialmente sus deudas de forma fraudulenta (sin reconocer el impago): la inflación reduce el valor real de las deudas, y el principal deudor suele ser el Estado, que es el agente con el poder para generarla.

Los billetes o depósitos (medios fiduciarios) que antes eran promesas de pago de los bancos centrales (o de algunos bancos privados) convertibles a la vista en cantidades específicas de oro, se transforman en billetes inconvertibles sin ninguna referencia o derecho real, entes abstractos sin posibilidad de concreción determinada, símbolos sin significado o referente estable y por lo tanto fácilmente manipulables: son las diversas divisas fiat nacionales o supranacionales, que pueden además devaluarse periódicamente según criterios políticos para impagar a los acreedores, especialmente a los extranjeros. El activo bancario que sirve como respaldo de billetes y depósitos ya no consiste en bienes privados de máxima liquidez, sino que se sustituye por la deuda estatal.

El dinero mercancía desaparece: no existe un bien con valor estable que se use como dinero, no es posible refugiarse en su posesión y atesorarlo como depósito fiable de valor. Los agentes pierden la costumbre de usar monedas de oro o plata en los intercambios (o medios de pago que se refieren a ellas), y su poder adquisitivo fluctúa dependiendo en gran medida de las manipulaciones de los bancos centrales (gestión de sus divisas y de sus grandes reservas de metales preciosos).

La depreciación sistemática del dinero estatal sólo puede afrontarse aceptando las pérdidas, gastándose el dinero, prestándoselo al Estado al comprar deuda pública, o asumiendo riesgos especulativos con posibilidad de ganancias o pérdidas (compra de materias primas, inmuebles, terrenos, activos financieros).

El Estado tiende a distorsionar el dinero en su propio beneficio para mejorar sus ingresos y su financiación. Su depreciación sistemática fomenta la función de medio de intercambio y menoscaba la de depósito de valor: así el Estado incentiva la compra de su deuda (atesorar dinero estatal en forma de billetes implica perder valor por la inflación), e intenta que los agentes privados realicen más intercambios que le generen ingresos fiscales mediante los impuestos por actividad económica (los agentes intentan defenderse de la pérdida de poder adquisitivo desprendiéndose antes del dinero).

Ciertos activos financieros presuntamente carentes de riesgo (e incluso indexados a la inflación, como la deuda estatal indexada por índices de precios), no son equivalentes al atesoramiento de dinero, ya que se trata de préstamos que el agente económico no habría realizado (o al menos no en tanta cantidad) si dispusiera de la posibilidad de recurrir a un bien real como buen dinero.

Los agentes económicos pueden intentar defenderse de la inflación considerándola en los precios que piden en los intercambios, sobre todo en las relaciones contractuales a largo plazo (salarios, deuda, diversos derivados). Pero a menudo sólo se tienen en cuenta expectativas de inflación, y el Estado puede intentar burlarlas mediante inflación por sorpresa: del dinero como referencia estable y fácilmente predecible se pasa al dinero como herramienta de desestabilización impredecible.

El Estado fomenta la confusión entre dinero (bien presente, medio de pago, nivel de precios) y financiación (coordinación intertemporal, tipos de interés). Las manipulaciones estatales del dinero y el crédito son las causantes de los ciclos económicos: los bajos tipos de interés y las diferentes garantías estatales que provocan riesgo moral fomentan la expansión desestabilizadora del crédito y el endeudamiento (tanto en cantidad como en duración). Los agentes económicos, especialmente los bancos, tienden a deteriorar sus posiciones de liquidez, endeudándose a corto plazo y prestando a largo plazo (desajuste de plazos), hasta límites insostenibles que terminan haciéndolos insolventes.

El intervencionismo estatal (monetario y otros) causa múltiples descoordinaciones en la estructura productiva de la economía, que no refleja las capacidades y preferencias de los agentes económicos: estos podrían expresar su desacuerdo con las oportunidades de compra o inversión atesorando dinero y esperando las correcciones pertinentes, pero los gobernantes intentan impedir esta posibilidad.

En lugar de reducir sus precios relativos o cambiar lo que producen, los proveedores fracasados o dueños de recursos ociosos (tanto de bienes como de servicios, entre ellos los laborales) intentan evitar o reducir sus pérdidas exigiendo al Estado que inyecte dinero a la economía, presuntamente para estimularla: en realidad estos vendedores están exigiendo al Estado que los privilegie a costa de otros vendedores y de todos los compradores (los que tienen el dinero y sufren la pérdida de su poder adquisitivo) y de los receptores de rentas fijas. Se erosionan la libre competencia y la soberanía del consumidor, y los vendedores acostumbrados a recurrir de forma exitosa a la intervención coactiva del Estado hacen rígidos sus precios: su estrategia de negociación consiste en ser inflexibles y exigir ser rescatados de sus errores.

Los agentes económicos pueden intentar defenderse de las manipulaciones estatales recurriendo a medios de pago alternativos no prohibidos: los más importantes son los depósitos bancarios, que son dinero privado (entendido en sentido extenso). Pero la referencia o base de esos depósitos sigue siendo el dinero oficial, y los bancos en realidad no son competidores contra el Estado sino sus colaboradores: a cambio de comprar su deuda (que es presuntamente segura y no incrementa los requisitos legales de capital), y de aceptar ser regulados y supervisados, los gobernantes reducen la competencia en el sector (oligopolio) y lo protegen de sus errores (garantías de refinanciación por el banco central, operaciones de rescate). Además los diferentes bancos no compiten en la calidad de sus depósitos ya que la vigilancia de los depositantes queda anulada mediante los fondos de garantía de depósitos.

La banca privada sometida a un banco central tiende a magnificar los errores del intervencionismo monetario estatal: los defectos de regulación y supervisión, inevitables por problemas de falta de información e incentivos perversos de los gobernantes, llevan a la banca a asumir riesgos excesivos, poniendo en peligro a todo el sistema económico.

La politización del dinero significa entregar un enorme poder al agente ya de por sí más poderoso, dañino, ineficiente, incompetente e ilegítimo: el Estado. Algunos colectivistas* intentan falazmente justificar simultáneamente el dinero estatal y los impuestos: según ellos el mercado libre no es capaz de generar espontáneamente un buen dinero, y la fiscalidad consigue que el medio de pago impuesto y aceptado por el Estado tenga aceptación generalizada (ya que hay que usarlo para un desembolso tan grande como el pago fiscal, tiende a usarse para todos los demás pagos); además los impuestos, los tipos de interés y la masa monetaria podrían ajustarse para promover el crecimiento y estabilizar la actividad económica.

La realidad es que los impuestos suelen ser una redistribución masiva, coactiva, inmoral e ineficiente de riqueza; el mercado genera espontáneamente buen dinero; y el Estado es sumamente incompetente en la gestión de la economía. Eventualmente las manipulaciones estatales pueden ser tan dañinas que los ciudadanos desobedecen las leyes de curso legal forzoso y repudian la moneda: el Estado no puede crear un buen dinero, pero sí puede destruirlo.

El dinero politizado supone dificultar las relaciones comerciales internacionales (costes de transacción entre divisas, riesgo de tipo de cambio) y posibilitar las guerras comerciales mediante devaluaciones: se fomenta el colectivismo violento, el enfrentamiento conflictivo de ellos contra nosotros. El poder de control de la moneda puede también facilitar la financiación de las guerras, casi nunca justificadas, evitando alternativas más adecuadas o prudentes como los impuestos o la deuda, y con el coste de dañar algo tan esencial para la economía como su patrón monetario.

Para evitar los problemas monetarios de las barreras políticas algunos colectivistas proponen un gobierno mundial del dinero: no tienen suficiente con los fracasos locales, y proponen un fracaso a escala máxima, sin posibilidad de competencia ni alternativas. Del dinero como institución descentralizada se pasaría al máximo nivel posible de socialismo y coacción monetaria.

* Teoría monetaria moderna o Modern Monetary Theory.

La destrucción del derecho laboral: ¡qué miedo!

Los abogados laboralistas Francesc Casares i Potau, Andrés Pérez Subirana, Judith Barceló Cisquella y Jessica Bolancel Ferrer claman contra “La destrucción del derecho laboral”.

Este título no es una metáfora, es la expresión de una realidad. Las medidas que acaba de aprobar el Gobierno y que vienen a modificar los derechos y obligaciones de empresas y trabajadores, en realidad tan solo suprimen o recortan derechos de los trabajadores. Se habrá perdido por ello el equilibrio en que se basa toda rama del Derecho. De hecho, eso es lo que se pretendía, porque ¿qué significa sino «flexibilizar» y «desregular» las relaciones laborales? El Derecho del Trabajo era, hasta ahora, un conjunto de normas que disciplinaban aquellas relaciones, que ahora quedan sin regular o que pierden su valor. Por consiguiente, se está transfiriendo la fuerza del Derecho desde el código jurídico a las manos del más poderoso, que será siempre la empresa.

“Estamos diciendo la verdad verdadera acerca de la realidad real, no crean que el título es una analogía o una exageración para llamar su atención.”

Transformar algo implica que dejen de existir ciertas cosas y comiencen a existir otras nuevas: los autores aquí sólo ven lo que ya no hay (que dramáticamente denominan “destruido”) e ignoran lo que ahora sí hay y antes no había. En este caso además se trata de normas, que son cambiadas, no destruidas.

No es cierto que estas normas sólo supriman o recorten derechos de los trabajadores, y no hay más que leer la nueva ley para comprobarlo. Además cabría preguntarse si esos derechos eran legítimos (no lo eran) y si la normativa era adecuada para el progreso económico (tampoco): y sobre todo por qué se prohíbe que las partes negocien libremente, sin interferencias externas, la regulación de su relación como empleadores y empleados.

El auténtico derecho no se basa en equilibrios sino en principios éticos fundamentales. Los derechos basados en equilibrios son simplemente arreglos resultado de diferentes partes intentando conseguir algo a costa de otros y al mismo tiempo ceder lo mínimo posible ante sus exigencias (equilibrios de poder, “might makes right”).

El derecho del trabajo sigue siendo un conjunto de normas, desgraciadamente impuestas de forma coactiva y centralizada, que disciplinan las relaciones laborales: no es un sector sin regular. La referencia a una presunta pérdida de valor es meramente una valoración subjetiva que los autores tratan de colar como un hecho objetivo en lugar de decir que no les gusta esta reforma.

La empresa no es siempre el más poderoso. Esta es un artimaña de los que sistemáticamente pretenden pasar por víctimas y débiles indefensos para obtener simpatía moral. Cuando una empresa tiene mucho poder conviene preguntarse cómo lo ha obtenido: en un mercado libre sólo puede hacerlo sirviendo eficientemente a los consumidores, es un poder bien merecido. El que no tiene poder probablemente no ha demostrado ninguna competencia especial.

Nadie nace con la etiqueta “trabajador” grabada a fuego en la frente o incrustada de forma inamovible en sus genes, así que si realmente las empresas son tan poderosas y se quiere tener poder, la solución es sencilla: hágase empresario. Pero entonces quizás descubra que no es tan fácil alcanzar el éxito.

Entre las medidas adoptadas ocupa un lugar preferente la del «abaratamiento del despido». Los trabajadores, a partir de ahora, han de temer que les puedan despedir más fácilmente, y tendrán aún menos fuerza para oponerse a posibles decisiones de la empresa contrarias a la ley. De hecho, ni se atreverán a denunciar las arbitrariedades ante los tribunales, porque se encontrarán con que, incluso en el caso de que estos les den la razón, tal decisión no comportará el restablecimiento de sus derechos. La empresa se librará pagando un precio módico. Es decir, la empresa podrá comprar con dinero el silencio de la justicia.

De nuevo aparecen los pobres trabajadores temerosos y asustados por la malvada empresa que podría incumplir alguna ley: resulta curioso que no se mencione la posibilidad de que sean los trabajadores los que lo hagan.

Lo de comprar con dinero el silencio de la justicia suena a soborno reprobable cuando en realidad sería el pago de la compensación correspondiente por despido.

Los derechos pueden restablecerse cuando se tienen, pero resulta anómalo un derecho a no ser despedido a ningún precio y en ninguna circunstancia.

Todo ello justifica la reacción indignada no solo de los sindicatos, como representantes de los trabajadores, sino de todos aquellos que saben que el derecho al trabajo es un derecho humano fundamental y que el código jurídico es un instrumento civilizador de las relaciones humanas. Es lamentable la miopía de muchos que no saben ver el daño que estas medidas harán al proceso que la Humanidad quiere recorrer hacia la justicia social. Lo veremos claramente cuando el panorama de las relaciones de trabajo de muchas empresas vuelva a parecerse más a un sistema feudal que a una democracia moderna.

Todo ello no justifica nada de lo que afirman, porque aunque son abogados obviamente no entienden gran cosa de justicia o ética por mucho que no se les caiga de la boca el manido tópico de la justicia social.

Los sindicatos no representan a los trabajadores: representan a algunos (pocos) empleados por cuenta ajena, y no todos son “trabajadores”. Unos cuantos están liberados de eso tan cansado que es trabajar para otros.

El único derecho humano fundamental es el derecho de propiedad: poder controlar sin interferencias violentas lo legítimamente poseído y no ser agredido. El auténtico derecho al trabajo es que trabajar no esté prohibido, no que otros deban ofrecerme un empleo en las condiciones que a mí me gusten.

Los códigos jurídicos, cuando son adecuados, son instrumentos civilizadores. Los actuales distan mucho de serlo: son a menudo generadores de conflictos, armas de depredación y excusas para el parasitismo.

Los ciegos resultan ridículos al acusar a otros de miopes. Sobre todo si pretenden hablar en nombre de la Humanidad, así con mayúsculas.

Lo del feudalismo en las empresas ¿incluirá el derecho de pernada?; ¿los nobles o jefes partirán para las cruzadas? La democracia moderna ¿es siempre maravillosa?; si sí ¿por democracia o por moderna?

La verdad es, no obstante, que de todo esto estábamos advertidos. La política neoliberal que se ha ido imponiendo en los últimos años en el terreno económico lo hacía presagiar. A mediados de los años ochenta ya había quien, entre los sabios laboralistas, nos pronosticaba, con complacencia, que muy pronto veríamos «el desmoronamiento del derecho laboral». El Derecho del Trabajo, juntamente con la Seguridad Social, se había convertido lentamente, con el tiempo, en el recambio civilizado de las revoluciones sociales decimonónicas, y vino a conquistar pacíficamente, con sus normas, nuevos espacios de justicia social. Esta rama del Derecho significaba un compromiso entre el poder del empresario y las exigencias de justicia y participación de los trabajadores en la empresa. El Derecho del Trabajo trataba de canalizar la confrontación que comporta la misma naturaleza del trabajo por cuenta ajena y proporcionaba amparo al trabajador que se proponía establecer una relación laboral desde una posición solitaria, aislada y por lo tanto, débil. El Derecho disciplinaba, además, la acción colectiva de los trabajadores a través de la dinámica sindical.

La verdad es, no obstante, que la verdad no es la especialidad de estos cuatro señores y señoras. Las medidas liberales no son una imposición sino la defensa contra agresiones e interferencias previas. El colectivismo y el sindicalismo de las leyes actuales no son elementos civilizados ni son resultado de conquistas pacíficas: se han conseguido en gran parte mediante la coacción de huelgas violentas y las amenazas de romper con la paz social (más violencia); la otra parte ha sido demagogia política.

Si los trabajadores quieren participar en la dirección de la empresa, lo tienen muy fácil: compren sus acciones. Si no les gustan las empresas existentes, monten unas cuantas nuevas, si quieren como cooperativas.

El trabajo por cuenta ajena no comporta una confrontación que sea canalizada por el derecho laboral. El trabajador que se considere débil por negociar en solitario puede asociarse con quien quiera siempre que no imponga coactivamente a todos que hagan lo mismo. Y conviene llamar a estas asociaciones sindicales por su nombre correcto: instrumentos de restricción de la competencia.

La dinámica sindical no suele ser disciplinada por el derecho: obsérvese cómo de “disciplinadas” son las huelgas y demás manifestaciones de la actividad sindical.

Todo ello parecía indicar que la vieja lucha de clases estaba encontrando vías de superación y que la barricada se había convertido en código o en convenio colectivo. Parecía que los derechos fundamentales de carácter social y económico que el consenso universal estaba aceptando, iban penetrando, también, en el reducto de la empresa por la vía de la extensión de la cultura democrática. Daba la impresión de que lo justo y conveniente era seguir progresando por este camino, hasta convertir la empresa en un territorio de colaboración constructiva. Pero la llegada de una nueva crisis del sistema capitalista ha sido suficiente para que resonara machaconamente esa consigna de salvación: «Hay que flexibilizar el mercado de trabajo», «hay que desregular el Derecho del Trabajo». Pues bien, con las nuevas normas se ha dado satisfacción a estas pretensiones. Cuantas menos normas, mejor…

Las luchas se superan cuando una parte conquista lo que quiere y la otra se rinde: los convenios colectivos en buena medida son el reparto de los despojos tras la lucha en las barricadas.

Estos abogados siguen pretendiendo hablar en nombre de un consenso universal que ni existe, ni conocen ni representan: simplemente intentan hacer creer al lector que lo que ellos defienden es lo correcto y todo el mundo tendía hacia ello, hasta ahora que nos hemos desviado.

Fíjense cómo la empresa es un “reducto” necesitado de cultura democrática: aquí que vote todo el mundo, da igual si eres accionista o no. Todo el mundo quiere poder decidir, pero no poner el capital para que la empresa funcione.

La colaboración constructiva es posible: suele conseguirse a pesar de abogados laboralistas como estos.

El sistema capitalista no ha tenido ninguna crisis porque lo que existe actualmente no es un sistema capitalista.

El “hay que” es típico de intervencionistas que intentan imponer algo a los demás.

Que haya más o menos normas no es la cuestión, sino si estas son pactadas libremente por las partes o si se imponen de forma coactiva y centralizada, y entonces la abundancia y la rigidez suelen ser muy nocivas.

Este es, pues, el auténtico fondo de la cuestión. Si el Derecho son normas, lo que está haciendo el Gobierno es destruir con esta reforma una parte del sistema jurídico establecido democráticamente y consolidado después de años de sacrificios y de luchas sociales. Y en cambio, lo que nos acercaría a una democracia avanzada –utilizando palabras del preámbulo de nuestra Constitución– sería un sistema cada vez más participativo en las decisiones que afectan a los ciudadanos a todos los niveles, también a nivel laboral. Y todo ello, ordenado de la manera más perfectamente posible por la regla del Derecho.

El derecho, efectivamente, está constituido por normas. El gobierno acaba de cambiar parte de estas normas. ¿Acaso eso es ilegítimo? ¿Cómo se llegó a las normas anteriores? ¿No se habían consolidado las previas a aquellas?

Sí que ha habido luchas sociales (o sea violencia o amenaza de la misma) y sacrificios: los sacrificios de los contribuyentes, de los accionistas que reciben menos dividendos, de los compradores que pagan precios más altos, y de los millones de parados que deben su situación en gran medida a las rigideces y el intervencionismo socialista de la legislación laboral.

Una democracia cada vez más participativa ¿consiste en que la mayoría pueda imponer su opinión, desos y criterios a la minoría?

Por lo tanto, nadie puede negar que la reforma que ha de aplicarse a partir de ahora camina en sentido opuesto a estos horizontes de civilización y progreso. Es un intento de retorno a las fórmulas liberales más puras del laissez faire.

“Por lo tanto”: vamos a ver si parece que estamos argumentando con consistencia lógica.

“Nadie puede negar”: ¿es que está prohibido o que es imposible? Si yo lo niego ¿demuestro que están equivocados?

“Horizontes de civilización y progreso”: bobada de aspirante a grandilocuente.

La nueva ley es algo más liberal que la anterior, pero está muy lejos de ser una fórmula de máxima pureza.

Una vez llegados a este punto, habrá que entrar en polémica con aquellos sectores que justifican la reforma como un mal menor necesario para reactivar la economía, crear nuevos puestos de trabajo y aligerar esa lacra social persistente que es el paro. Pero estos, seguramente, no se atreverían a poner la mano en el fuego y asegurar que esta reforma laboral pueda ser determinante para conseguir aquellos objetivos, y que no existen otras alternativas. En cualquier caso, el daño que se habrá hecho al equilibrio humano dentro de las empresas y al proceso histórico de la justicia social, será difícilmente reparable; habremos perdido así casi un siglo en el camino del progreso.

Entren en polémica, por supuesto: antes aprendan algo de economía, y si puede ser también algo de derecho. Sí, ya sé que son abogados.

Y qué bonito lo del equilibrio humano dentro de las empresas y el proceso histórico de la justicia social… Sobre la pérdida de un siglo en el camino del progreso, a ver si alguien lo encuentra y lo lleva a objetos perdidos: se recompensará.