Lo que se oculta a los pensionistas, de Juan Laborda
Empleo y salarios dignos, de Jordi Sevilla
Mi lectura de la reforma laboral del PP es muy distinta de la visión hegemónica entre nuestra élite. Empezando porque fue mucho más allá, en su furor ideológico conservador, de lo que estaban demandando los propios empresarios en ese momento. Recordemos que la reforma rompe de forma abrupta un diálogo social entre patronal y sindicatos que estaba llevando ya la moderación salarial a las negociaciones colectivas, con una banda de subidas del 0,5% para 2012 y del 0,6% para 2013 y 2014, modificando el acuerdo firmado para 2010/2012. La negociación entre los interlocutores sociales estaba funcionando y se estaba traduciendo, aunque despacio, en esa moderación salarial que la situación de crisis requería.
Fueron, pues, los agobios, no del país, sino del nuevo Gobierno popular con mayoría absoluta al que la prima de riesgo se le disparó en las primeras semanas hasta los 600 puntos antes de verse obligado a tragarse un rescate financiero impuesto por la Troika, los que forzaron una reforma laboral de signo thatcheriano que rompe los equilibrios en la negociación colectiva y deposita todo el poder de decisión sobre las condiciones laborales en manos del empresario, convertido en fiscal, juez y parte.
… es imposible no relacionar con esta reforma laboral el incremento de desigualdad y pobreza producido en España, como denuncia esta misma semana la Comisión Europea; o el profundo pesimismo que se ha instalado en una sociedad que, según el CIS, cree en un 60% que la situación económica es mala o muy mala y que dentro de un año seguirá igual; o el aumento en la precariedad laboral; o la aparición de trabajadores pobres. El actual ciclo de crecimiento no viene más cargado de empleos que los anteriores, pero sí viene con mayor precariedad laboral. Y ello puede poner en peligro una recuperación incierta que se basa en el consumo de las familias, que depende de su renta. Por tanto, incluso para los que creen que la reforma fue inevitable y acertada, mantenerla es un error. Como pretender mantener un estado de excepción, cuando han desaparecido las causas que lo pudieron motivar. Un error peligroso.
Defender empleo y salarios dignos hoy, en España, sólo es posible si estamos dispuestos a cambiar la reforma laboral para, sobre todo, recuperar el papel de la negociación colectiva y lograr, así, la flexibilidad que necesitan nuestras empresas globalizadas; no precarizando, sino a cambio de pactar mejores condiciones laborales.
Javier Fernández, presidente de la gestora del PSOE, aboga por “reformular” la socialdemocracia
«Los mercados no se regulan solos. El Estado regulador es lo único que media entre el ciudadano y las impredecibles fuerzas económicas.»
«No creemos en la autorregulación de los mercados como si fuera el cauce de una nueva superstición.»
«Creemos en la superioridad ética, económica y cultural de la socialdemocracia más allá de lo que esperan los convencidos y los corazones de los votantes socialistas más fervorosos.»
«Nadie impuso a Rajoy su reforma laboral, fue una decisión autónoma del Gobierno de España que introdujo la incertidumbre en el mercado laboral y eliminó cualquier atisbo de equilibrio en el seno de las empresas.»
“Lo mejor que le ha pasado a este país es el PSOE. Los gobiernos de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero. Lo digo alto y sin complejos.”
Contra la gestación subrogada, de Francisco José Contreras
Estado y educación. Continúa el debate, de José Antonio Marina
… el ‘neoliberalismo’ ha dejado de defender a los que no tienen poder, y eso es lo que le hace perder el prestigio de antaño.
… El núcleo del debate es si los neoliberales (o ultraliberales, que posiblemente sea una expresión más justa) admiten el derecho a la educación, como un derecho humano fundamental, que imponga a la sociedad el deber de tener que sufragar esa educación. Rallo niega ese derecho y lo hace con una idea muy definida de lo que es la libertad y el ser humano. Defiende que cada persona tiene derecho a desarrollar su propio proyecto y que ”las relaciones humanas deberán revestir un carácter voluntario, esto es, nadie debe ser obligado a relacionarse con aquellos con los que no desea relacionarse ni a nadie debe prohibírsele relacionarse con aquellos otros que sí desean relacionarse con él”.
Esto supone, muy en la línea de Rousseau, que los individuos son autónomos e independientes por naturaleza, y que hacen un contrato voluntario para vivir en sociedad. ‘Libertad’ y ‘contrato’ son para un liberal la solución a todos los problemas. Con ello entramos en el campo de la ficción política. Los liberales piensan que conceptos como ‘voluntad popular’ o ‘derechos colectivos’ son ficciones, y tienen razón. Pero no se dan cuenta de que su idea de ‘individuo’, como realidad autónoma que decide voluntariamente entrar en sociedad, también lo es. Nunca ha existido ese individuo previo a la sociedad. Los seres humanos nacen y se desarrollan en una urdimbre social previa a ellos…
También es un ficción esa idea de la libertad como una propiedad natural con la que se nace. Los seres humanos nacemos dependientes y construimos los mecanismos psicológicos de la libertad en interacción con otros seres humanos, por ejemplo, a través del aprendizaje de lenguaje o de la educación.
… Los derechos humanos se fundan en una afirmación tan rara que dediqué un libro entero —’La lucha por la dignidad’— a intentar comprenderla.
Me refiero a la afirmación de la dignidad humana, es decir, al reconocimiento de que todos los seres humanos, con independencia de sus condiciones, de su situación y de su comportamiento, tienen un valor intrínseco del que derivan los derechos. La dignidad no es un concepto científico, no es una realidad empírica: es un proyecto. Por eso es muy fácil de atacar racionalmente. Basta con intentar buscar la dignidad con criterios científicos o, más humildemente, mediante la experiencia. No aparecerá. ¿Cómo vamos a decir que tienen dignidad personas crueles, torturadores, malvados? ¿Por qué, entonces, afirmamos que a pesar de ello no debemos hacerles tomar su propia medicina siguiendo el simple y expeditivo principio de ‘ojo por ojo’ (por cierto, la enseñanza bíblica más importante para el presidente Trump, según ha declarado)? Porque después de una larga y a veces terrible evolución cultural, se va imponiendo la idea de que no somos seres dignos, pero que considerarnos tales y comportarnos como si lo fuéramos, resolvería nuestros problemas. Los horrores del nazismo y del estalinismo reforzaron la idea de que había que fundar los derechos en la pertenencia a la especie humana, y por eso la mayoría de las constituciones políticas elaboradas después de la Segunda Guerra Mundial introdujeron la dignidad como fuente de derechos.
Sin duda, es una ficción, pero salvadora. La propuesta neoliberal en cambio se atiene a los hechos. En la naturaleza no hay derechos. Hay solo juego de fuerzas y, como gran conquista, existe la capacidad de contratar. Los derechos dependen de los contratos. Por eso, no hay derechos con independencia de la aportación que alguien haga a la sociedad.
… No hay, por lo tanto, ningún derecho ‘por el hecho de existir’, que es lo defendido por el modelo ético de los derechos humanos. Y aquí está la cuestión principal y surgen los problemas complicados. ¿Qué hacemos con los ancianos o con los enfermos o con los marginados o con quienes huyen del hambre o de la guerra?
A los seguidores de Hayek les molesta mucho que se recuerden sus declaraciones a la revista ‘Realidad’ de Santiago de Chile (nº24, mayo de 1981). Defendió que no se debía mandar alimentos a países de África donde miles de personas morían por una larga sequía, porque “si desde el exterior usted subvenciona la expansión de la población, de una población que es incapaz de alimentarse a sí misma, usted contrae la responsabilidad permanente de mantener vivas a millones de personas en el mundo, que no podemos mantener vivas. Por lo tanto, me temo que debemos confiar en el control tradicional del aumento demográfico”. Antes de que esa ‘regulación natural’ se produzca, añadió, “probablemente morirá el número suficiente de recién nacidos. Eso ha sido la historia del hombre desde siempre. Usted no puede mantener vivos a todos los recién nacidos del mundo, lo que definitivamente conduciría a la explosión demográfica”.
La posición es muy lógica, pero ¿no les parece un poco elemental, poco inventiva, muy parecida a la de quienes aseguraron que la desaparición de la esclavitud hundiría la economía, o que permitir la entrada de fuerzas sindicales en los parlamentos acabaría con la propiedad privada? El ultraliberalismo no está planteando una doctrina económica, sino un modelo ético. Cuando defienden la eficiencia del mercado, están dejando de lado el asunto importante. Es como si ante una moribunda víctima de un accidente nos preguntáramos ¿y esto quien lo va a pagar? antes de auxiliarla. Es una pregunta perfectamente lógica dentro de un modelo ético. Pero inmediatamente surgen dos preguntas: ¿es inevitable vivir bajo ese modelo?, ¿es ese el modelo bajo el que queremos vivir?
Encuentro un segundo fallo en el argumento de Rallo. El mismo que encuentro en los estatalistas: utilizar la dialéctica ‘todo/nada’. Con ella, Rallo organiza fácilmente un argumento ‘ad absurdum’: si se admitiera el “derecho a la educación” tendríamos que educar a todo el mundo, a los de la propia nación y a los de todas las naciones, lo que es imposible. Eso es como decir: como siempre habrá enfermedades, no vamos a luchar contra la enfermedad, o como siempre habrá pobres, no vamos a luchar contra la pobreza. O si en un incendio no podemos salvar a todos, que ardan todos. Más sensata me parece la decisión de hacer lo que se pueda aunque no se alcance el éxito total. Esta dialéctica se da en todos los extremismos, sean liberales o estatalistas: ¡solo el individuo!, ¡solo el Estado!